"La vida no es esperar a que pase la tormenta,
es aprender a bailar bajo la lluvia..."
Esa misma frase fue la que durante años ocupaba la otra mitad de mi cabeza. Recuerdo que siempre que pensaba en ello, el significado de esas palabras despertaba mis sentidos, haciéndome sentir como si estuviera en uno de esos felices y repentinos mundos imaginarios en los que nos refugiamos a veces, subiendo a las nubes y dejando a la realidad en otra dimensión, lo más lejos posible. Mi idea mental de esa frase era la siguiente: Yo, en una ciudad desierta llena de nubes grises con un humo negro y espeso sobre el final de los altísimos rascacielos. Edificios en blanco y negro con ventanas casi opacas, calles llenas de oscuridad y aceras encharcadas con agua de un color sucio y metálico. Alcantarillas por donde corrían aguas residuales y vertidos, en calles anchas y tan largas como la misma Quinta Avenida de Nueva York. Y ahí estaba yo, en medio de la calle fantasma con un chubasquero amarillo chillón y unos pantalones rojos que hacía contraste con los tonos grisáceos del bohemio paisaje a excepción de mis botas de agua negras y brillantes a causa de los charcos que se encontraban a mis pies. Miraba hacia abajo y podía ver mi reflejo en los grandes charcos que se extendían a lo largo de la avenida. Veía también reflejado el cielo gris azulado con tonos negruzcos, llenos de nubes con cargas eléctricas y rebosantes de agua que esperaban el menor choque para derramar todo su contenido sobre la ciudad negra polvorienta y que tenía a su alrededor una neblina translúcida. De vez en cuando me deslumbraba algún que otro rayo y a su vez el trueno sonaba a escasos kilómetros de mí. Sostenía un paraguas transparente, esperando a que pasara la tormenta. Aún conservaba mi largo cabello liso y seco, que no se movía ni con la menor pizca de aire porque la ciudad carecía de él. Entonces los rayos, los truenos…cada vez sonaban más estrepitosamente dañándome los oídos y haciéndome pensar que cada vez estaban más cerca. Parecía que las nubes estuvieran bajando a la ciudad y que los rascacielos no les impedirían colarse por las oscuras callejuelas e inundar todos los recovecos y edificios que ésta tenía como frágil esqueleto. Me imaginé mirando al cielo a través de mi paraguas transparente, que poco a poco se iba llenando de pequeñas gotitas que relampagueaban con un leve destello cada vez que otro rayo se dejaba ver entre las nubes. Aparté el paraguas de mi visión y pude ver mejor el cielo que no paraba de rugir sobre mi cabeza. Y no esperé más, tiré el paraguas y salí corriendo calle abajo y cada vez la lluvia caía más fuerte al asfalto, sonando como si mucha gente estuviera aplaudiendo al mismo tiempo, y a la vez mis fuertes pasos iban acordes con la estrepitosa caída que provocaban todas aquellas gotas. Sonreí y comencé a dar vueltas justo en medio de la carretera de la avenida donde los coches no tenían lugar mientras tarareaba en mi mente una simple melodía de vals que contrastaba perfectamente con las notas imaginarías que me inventaba que la lluvia, los truenos y mis pasos hacían en conjunto. Al cabo de un rato estaba empapada, el pelo mojado caía pesado sobre mis hombros y los pantalones estaban manchados por el agua que me salpicaba de todos los charcos por los que iba saltando alegremente. El cielo gruñía ferozmente, cada vez con más fuerza, lleno de rabia, mirando desde arriba la sonrisa que tenía palpada en el rostro. Entonces las nubes se quedaron sin agua, sin energía. El viento llegó y se fue tan rápido como vino llevándose las nubes de un tono grisáceo claro y así mientras desaparecían el sol iba apareciendo, llevando su luz a una velocidad descomunal en el vacío hasta que se chocaba con las ventanas, ahora iluminadas de los rascacielos y permitía que la luz incidiera en los charcos de la avenida y haciendo que esa ciudad que antes era gris y negra se convirtiera ahora en una ciudad nueva, llena de color, luces y vida. Sin dolor, sin angustias, sin preocupaciones. Esta era siempre mi parte favorita de la historia: en la que yo cojo mi paraguas, me deshago del chubasquero y me encamino rumbo al final de la avenida dejando atrás una ciudad limpia plagada de esa luminosidad embriagadora que te invita a quedarte para siempre. Pero yo debía continuar. Debía continuar y salir de ese mundo perfecto, de ese extraño sueño inalcanzable. Y volver a la otra dimensión, a ese otro lugar donde había dejando apartada por unos segundos la realidad y seguir debajo de otra tormenta, de una tormenta perdurable por siempre y con una lluvia fría constante en la que no puedes sonreír y hacer que todo se lo lleve el viento, tienes que enfrentarte a ese paisaje gris como tu quieras, o bailando bajo la lluvia o esperando a que pase la tormenta. Esperando ver algún rallito de sol entre las nubes. Pero puedes de vez en cuando volver a sumergirte en tu otro mundo para no ahogarte entre tanta agua, rayos y no dejarte perder por el sonido estridente de los truenos.
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